A pesar de considerarme cultor de la ciencia ficción y creer seriamente que en ella se hallan las claves para inmunizarnos contra las proyecciones más indeseables del futuro; y a pesar también de que, como bien dijo Woody Allen, inspirado a su vez en una frase de Albert Einstein: “A mí me importa mucho el futuro porque es el lugar donde intento pasar el resto de mi vida”, no tengo una bola de cristal para asomarme al mañana y comprender desde este intrincado presente los impactos que tendrá la Inteligencia Artificial (IA) sobre la humanidad, la sociedad, la cultura, los oficios, la cotidianidad, la vida, el universo y todo lo demás (parafraseando a Douglas Adams). Se avizoran, eso sí –no hay que tener mayores dotes proféticos para preverlo– dos grandes panoramas: llegaron para cambiarlo absolutamente todo, o serán simplemente un recurso más que ocupará con el tiempo su espacio entre una amplia gama de otras opciones.
Cuando los daneses del movimiento Dogme 95 irrumpieron a finales del siglo XX con su manifiesto estrechamente vinculado con la refundación del cine a partir del cine digital, fueron muchos los apocalípticos que saltaron a decretar “el cine ha muerto”. Y sí, ciertamente fue un sacudón para la industria y para el arte, no fue mentira que muchos cineastas optaron por abandonar el celuloide para comenzar a hacer sus propuestas audiovisuales en digital. Resultaba más económico, más ágil, más liviano, más acoplado a la ligereza del inminente siglo XXI. Pero con el paso de los años, el cine hecho con cámaras digitales –ese mismo que supuestamente venía con un cuchillo entre los dientes dispuesto a aniquilar al viejo cine hecho en película– fue compartiendo cada vez más espacios con el cine filmado en celuloide, o con películas híbridas que echaban mano a diversos soportes y formatos, e incluso hasta con obras audiovisuales que no eran hechas ni con cámaras digitales ni filmadas en celuloide.
Por alguna razón solemos pensar que el apocalipsis será siempre por corte directo, cuando realmente ocurre en un largo fundido.
Cada cierto tiempo aparece una nueva tecnología que amenaza con desplazarlo todo, con fagocitar lo previamente existente: la televisión acabaría así con la radio y con los teatros de cine, mientras que la llegada del CD implicaría la irremediable extinción de los discos de vinilo, lo cassettes y cualquier otro soporte analógico para la música (luego aparecieron los archivos comprimidos y después las plataformas de streaming, amenazando entonces con la obsolescencia al CD), de la misma forma en que Internet, los e-books y el Kindle acabarían supuestamente sepultando a otra de las tecnologías más exitosas y longevas de la historia: el libro.
Cada tecnología, lo hemos ido aprendiendo con el curso de la historia, llega para solucionar un problema al tiempo que ocasiona nuevos retos y trae consigo también sus propios daños colaterales. Cada avance tecnológico aparece con la intención de suplantar o mejorar otro anterior, pero estas premisas no siempre se cumplen; al menos no en todos los casos, puede que ni siquiera en la mayoría. Porque a menudo es tan estrecho el presente que la nueva tecnología apenas dura un instante, no funciona como se esperaba, no es bienvenida, o la gente se cansa pronto de ella y la desecha sin darle más oportunidades. Otras veces el revuelo dura poco, estamos tan ansiosos por conocer lo que viene después que el furor del presente es fugaz; inmediatamente aquello que venía a cambiarlo todo pasa a ocupar su lugar en la repisa de “cosas que no me atrevo a tirar por ahora porque no sé si las usaré después”.
La verdad sea dicha, más que aniquilación o suplantación lo que parece ocurrir, en un alto porcentaje de casos, es la cohabitación. La nueva tecnología es absorbida de manera que acaba conviviendo y complementándose con aquellas que supuestamente venía a sustituir. Se convierte en una herramienta más, y dependiendo de los usos, gustos, aptitudes y criterios de cada quien, será empleada en mayor o menor medida.
David Bowie, corrían los tempranos años 90, comentó en una entrevista que Internet había llegado para alterarnos la vida de maneras inimaginables. Se sentía la fascinación en su voz, también el vértigo. No le faltaba razón, Internet ha sido una auténtica revolución, incluso hay gente que parece jurar que la historia de la humanidad comienza a partir de que los smartphones se conectaron a las redes sociales, porque antes de eso –por lo visto– lo que había en este mundo era pura nada y vacío (eso mismo que los antiguos griegos llamaban Caos y se inventaron que Urano, loco e ingenioso como ninguno, había decidido un día organizar bajo su voluntad y capricho). Y también es cierto que algunos pensadores del posthumanismo y el transhumanismo aseveran que la IA, junto con otros factores que comienzan a jugar un papel cada vez más preponderante en este siglo XXI, acabarán provocando un cambio radical en el antropoceno (la humanidad entendida como principal eje de cambios para el planeta), un asunto tan significativo como el que separó al homo erectus del homo sapiens. De ese tamaño pintan el panorama.
He escuchado cada vez con mayor frecuencia a colegas escritores aseverar con decepción o resignación que nuestro oficio está perdiendo (y perderá aún más) todo sentido. Que con el auge de la IA quién nos va a querer leer. En algún momento “las máquinas” lo harán tan bien como un ser humano, de una manera indistinguible a la de un autor de carne y hueso, y que no faltará mucho para que su curva de aprendizaje les lleve a producir una obra incluso superior. Similar es el caso de talentosos artistas, dibujantes, ilustradores, comparten una inquietud que se podría resumir en: nadie pagará por nuestro trabajo cuando ahora sale tan barato, rápido y novedoso producir imágenes con IA.
Sí, da vértigo, de la noche venimos y hacia la noche vamos; existe esa posibilidad.
Pero está la otra posibilidad: todo esto tan novedoso llegará, tendrá su momento, luego se decantará, puede que se quede a cohabitar o bien pueda incluso que a la postre sea descartado. En serio no lo sabemos, y quien lo crea saber miente. Será probablemente la recién llegada un instrumento más, una herramienta que se sumará a nuestro arsenal a la cual podremos echar mano, tal cual como lo pueden ser sintetizadores y computadoras para la música. No vamos a romper y a quemar los chelos por eso. No tengo bola de cristal, insisto, pero algo me dice que seguiremos haciendo música (así como todo lo que nos inspiren las musas); lo haremos con lo viejo, con lo nuevo, con lo que aún no sabemos que se puede hacer al ingeniar nuevos híbridos con todo ello. Sí, puede que sea una creación distinta a la que habíamos pensado, pero seguiremos inventando nuestra música y, como modernos Prometeos, cuando sea genuina seguirá siendo portadora nuestro espíritu y nuestro fuego.
Y si nos sorprende el fin del mundo, pues que nos agarre inventado y bailando.
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Hasta pronto!
jsurriola
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